Cómo ganar tiempo al tiempo
Miguel von Hafe Pérez
Estamos alejados de cualquier certidumbre. Se discuten los modelos económicos, políticos y sociales, en los despachos, en las aulas y en las calles; sin embargo no hay certidumbres. Se dice que la construcción de la modernidad consubstanciaba el espejismo de algunas evidencias: del desarrollo tecnológico a la evolución del pensamiento filosófico, de los derechos cívicos a la consolidación de distintos regímenes democráticos. Dos guerras mundiales han venido a dar la razón a los más escépticos y, así, se ha acabado por interiorizar el hecho de que la construcción moderna era estructuralmente antitética, es decir, a lo idealizado se superpondría el horror y del horror se reconstruye lo deseado.
Aferrándose a un movimiento igualmente dialéctico entre el síntoma y la revelación, se acordó denominar al proceso interno de la construcción del arte moderno como un desarrollo tendente a una creciente autonomía. En este diseño teleológico de las vanguardias, se marginaban actitudes colectivas e individuales que se apartaban, en silencio o estridencia, a tal lógica.
Resquebrajado el modelo resultante de una modernidad diseñada a escuadra y cartabón, al adaptarse a una creciente institucionalización y musealización del sistema de las artes en los años sesenta del siglo pasado, el artista se enfrenta a la necesidad de experimentar campos híbridos de producción, de integrar una discursividad crítica sobre el propio sistema de legitimación de la obra, de marcar territorios de emergencia conceptual e interactuar críticamente con el propio devenir de la narratividad asociada a los procesos creativos y sus esquemas de representación.
Y ahí continuamos, todavía. El paréntesis posmoderno se transformó en modernidad fría, en modernidad líquida; en definitiva, nos estamos debatiendo hasta la extenuación en un modelo que sabemos no agotado, porque continuamente es revisado, reconsiderado y recontextualizado. Estamos alejados, pues, de cualquier certidumbre.
Sabemos, eso sí, que lo que conocemos como el sistema de las artes está sufriendo hoy en día un profundo cambio, exactamente en la misma medida en la que un capitalismo global -surgido de una crisis financiera que está obligando a un modelo europeo más o menos avanzado de estado de bienestar a tambalearse-, se inmiscuye con una violencia extrema en el mercado, elevándolo a un estatus hasta el momento relativamente secundario por la preponderancia institucional. De hecho, las cantidades obscenas alcanzadas por determinadas adquisiciones de arte, tanto moderno como contemporáneo, representan en algunos casos el equivalente a décadas de funcionamiento regular de una institución museológica de nivel medio en Europa, configurando un panorama desestabilizador preocupante. La prevalencia de una relación mercantilizada con el objeto artístico que este mercado altamente especulativo acaba por imponer, desvía la atención de lo que realmente importa: la capacidad de una obra de constituirse como esquema visual de pensamiento crítico ante lo real.
En la vorágine iniciática (en grupos de estudio especializados en las universidades o en disciplinas específicas) o mediática (cuando la sociedad comienza a incorporar conceptos complejos a partir de soundbites periodísticos) en la que los temas candentes se suceden -la posmodernidad y su derivados, el postcolonialismo y la globalización, que habían sido fundamentales a partir de los años ochenta y noventa del siglo pasado- es curioso ver cómo atraviesan con sutileza crítica y conceptual por muchos de los proyectos que aquí se presentan. Y es aquí donde alcanzamos uno de los registros más acuciantes de la creación actual, que se liga exactamente a la capacidad de los autores de aprovisionarse de la complejidad que el devenir contemporáneo les ofrece: tanto en el lenguaje como estructura significante deconstruible, la historia como lugar desterritorializado de pensamiento, lo visual como espejo crítico de sí mismo y lo narrativo como construcción formal ficcionada (aunque construida a partir de mecanismos próximos al documental y al archivo como estatus fluctuante).
Hablemos, entonces, de procesos creativos para abordar así estas Becas de Artes Plásticas. Su importancia deriva, precisamente, a lo que el título de este breve texto alude: ganar tiempo al tiempo. Permitir al artista ganar tiempo al tiempo. Tiempo que hoy se mide en una relación variable con la práctica de estudio (el artista trabajando un determinado material) para vincularse a una idea de práctica de estudio expandida (el artista viajando para trabajar contextualmente; el artista investigando física y conceptualmente; el artista entrevistando, el artista recreando historias y repensando la historia; el artista pudiendo dedicarse a un proyecto sin presión comercial; el artista articulando discursos heterogéneos en una síntesis visual; el artista no haciendo nada -sí, a veces no hacer nada es más importante que la espiral ritualizada de prácticas automimetizadas).
Este tiempo tiene, necesariamente, una dimensión económica. De ahí la pertinencia de estas ayudas, que se materializan en posibilidades quizás de otra manera no alcanzables. De hecho, los artistas son en su mayoría, nunca está de más repetirlo, el eslabón más débil de ese ya mencionado proceso de hipermercantilización del arte. Esto se debe a que el mercado tiende a concentrarse en torno a grupos determinados de nombres, que acaban sustentándose en el reconocimiento mutuo, tan buscado por los coleccionistas que a su vez apuntan a otros coleccionistas, convirtiéndose en una espiral en ocasiones sin sentido o fundamento.
El acierto de las selecciones de anteriores ediciones creo que se perpetuará en la presente. Destacaría una idea subrayada por los miembros del jurado de esta edición: en una sociedad cada vez más obcecada con el culto a lo nuevo y a la juventud (y tangencialmente así también en el mundo del arte), es importante atender a la posibilidad de apoyar igualmente a los artistas que ya tienen una visibilidad garantizada a niveles de reconocimiento importantes. Téngase en cuenta que, a menudo, entre un despuntar entusiasta y una retrospectiva durante mucho tiempo reclamada, existe todo un período que puede corresponder con etapas de madurez y singularidad creativa que también deben ser atendidas en circunstancias como las que aquí se discuten.
Certidumbres. Volvamos a hablar de certidumbres e incertidumbres. La creciente digitalización del mundo nos obliga a repensar cuestiones tan acuciantes como las nociones de interés privado versus interés público; los mecanismos de transmisión de conocimiento a menudo se salen con frecuencia de la lógica comercial, la intangibilidad de las acciones concretas se superpone, a menudo, a la rutina productiva. Rubén Grilo (Lugo, 1981) dibuja un marco referencial que tiene como epicentro un personaje histórico, así explica el artista: “El proyecto parte de la historia de Samuel Slater, un trabajador inglés de la industria textil que en 1790 violó la ley imperial británica viajando clandestinamente a Nueva Inglaterra, tras haber memorizado diseños de la maquinaria empleada en la manufacturación de algodón. Slater reprodujo de memoria varias copias de un sistema patentado por Richard Arkwright en 1771, inaugurando la revolución industrial en Estados Unidos y sentando un precedente en la futura definición de ‘trabajo intangible’”. Mediante esta metáfora del modelo de exportación de conocimiento, de su valoración como original o copia, el autor acaba atravesando la realidad del arte y sus preceptos desmaterializantes, en el auge del conceptualismo histórico. Si bien gran parte de esta producción conceptual acaba retornando a los mecanismos de visibilidad convencional, la supremacía del concepto sobre lo formal, la idea de reproductibilidad y la crítica institucional que suponían, anticipaban debates con heridas aún abiertas (el caso más evidente y dramático es el de la industria musical, donde la distribución ha sido siempre un factor de distinción primordial). Vivimos, aún bajo el signo de la hegemonía de la patente como un substrato de un mecanismo legal de defensa de la inventiva (científica, tecnológica y artística). Pero ¿qué decir del famoso caso brasileño, por ejemplo, donde el Estado se niega a pagar los derechos de fármacos asociados al tratamiento del SIDA, por evidente urgencia social? Aunque, de forma discontinúa, ya muchas organizaciones han puesto en marcha metodologías de "código abierto" para evitar estos problemas y hacer más accesibles los niveles de conocimiento hasta entonces solo pretendidamente compartidos mediante pago.
Entre la apropiación, la relectura y la revisión crítica, muchas son las estrategias que pueden parecerse a la quiebra de principios de la legalidad vigentes (véase el caso reciente de Richard Prince teniendo que responder ante los tribunales norteamericanos). Será, evidentemente, más fácil encontrar una aproximación formal a un objeto anteriormente producido, tal y como es relativamente fácil -y los dispositivos digitales son cada vez más elaborados en este campo- identificar el plagio en el ámbito del uso de la lengua. Pero ¿no será el meollo de una idea susceptible de ser plagiada como una transformación pertinente? El transcurso de una idea/obra que se convierte en el acto mismo de recepción es una casuística duchampiana, como tal, moderna por excelencia. Así, el artista como receptor/deflector sería una condición contemporánea. Este corto circuito justificaría la prevalencia de una metodología que sutilmente convierte investigación y producción en procesos no jerarquizables, como es el caso declarado de Rubén Grilo: Parar para pensar. Pensar para parar. A partir de ahí reconfigurar impresiones, pruebas, narrativas entrecruzadas en una transtemporalidad que refleja la complejidad del ahora, de lo vivido, siempre como interpretación. De ahí el paralelismo que puede establecerse entre una obra de arte con el dicho de Montaigne -cada vez más perturbador- aquel que dice que interpretar las interpretaciones da más trabajo que interpretar la cosa misma.
Al proceso de desdoblamiento en sucesivas capas de significado, más o menos opacas, a la construcción de una metanarrativa formal propuesta por Rubén Grilo a partir de un dato histórico particular, corresponde, en Juan Luis Moraza (Vitoria- Gasteiz, 1960), un programa en el que la discursividad se asume como parte integrante de un proyecto, que se postula afirmativo en cuanto a las condiciones de creación, alcance y recepción del fenómeno artístico contemporáneo. Titulado República -lo que inmediatamente lo vincula a una idea de ocupación específica de espacio público intersubjetivo- el artista declara en él con transparente asertividad: “Cualquier noción contemporánea que pretenda dar cuenta de la complejidad funcional y orgánica del cuerpo, de la subjetividad humana, y de los modos de vínculo y organización social, los concibe como sistemas simultáneamente jerarquizados y descentralizados, como repúblicas de condicionamientos y autoorganizaciones, de reflejos y energías. Este doble aspecto, formativo y relacional, jerarquizado y descentralizado, recorre todos los niveles de organización que componen la experiencia humana: desde los tejidos que articulan la subjetividad, hasta las texturas que componen los modos de organización social.” En sus dispositivos escultóricos nos encontramos con referencias elípticas a la figuración, y a instrumentos distorsionados de medida y regulación en nuestra relación con el espacio. La capacidad del autor para retirar del campo de la literalidad figurativa estos elementos está sujeta a una compleja red de relaciones que establece con la escala y el peso de esos objetos, configurando un conjunto de máquinas de significación poética, que originan una apertura hermenéutica que contrasta con la precisión geométrica del discurso que las acompaña.
Sin caer en la tentación de formalizar una política del cuerpo como manifiesto social, la suya es una filosofía especulativa de la materialidad del referente corpóreo en el campo de las artes visuales; vinculando, de este modo, una visión oximorónica de la representación a la actualidad de un discurso crítico ante ciertas actitudes más propagandísticas que recurrentemente encontramos en las prácticas de las últimas décadas. Transversal porque, asimilada a partir de una noción de antropología expandida transhistórica, su práctica articula el presente vivido y memoria crítica con singular eficacia.
De la indeterminación mutante y flexible de un presente escavado de este modo, pasamos a un mapa preciso en la historia, diseñado a partir de tres referentes concretos: los complejos arquitectónicos que Nuno Cera (Beja, 1972) toma como punto de partida para su intervención: The Barbican de Londres (arquitectos Chamberlain, Powell y Bon, 1965-1982), Les Espaces d' Abraxas Marne- la- Vallée, París (arquitecto Ricardo Bofill y Taller de Arquitectura, 1978-1983) y la Quinta da Malagueira, Évora (arquitecto Álvaro Siza Vieira, 1977-1998). Aquí se enfrentan modos de encarar el espacio público mediante necesidades de urgencia cicatrizante (la posguerra en Inglaterra), la necesidad de descongestión territorial (los alrededores de París), o la emergencia social (periodo posrevolucionario en Portugal). Son, pues, modelos que enfrentan de forma evidente preceptos de la modernidad en una era posmoderna, a la que unos se vinculan de forma dramática y espectacular, como es el caso de Bofill o en reconsideraciones alternativas en el brutalismo utópico de Barbican, y en el silencio mediterráneo-islámico de Siza Vieira. Nuno Cera cuenta con una larga experiencia en el debate de la imagen contemporánea, en la reconstrucción más o menos ficticia de espacios arquitectónicamente determinantes.
En este proyecto, titulado Sinfonía do Desconhecido, articula la imagen en movimiento con una serie de comentarios y narraciones críticas de escritores y especialistas invitados a reflexionar sobre los objetos en cuestión. Este símil documental se desconfigura precisamente en el espacio intersticial que se crea mediante la aproximación de ejemplos concretos, que se amplifican como reflexión mitificada sobre el modo en cómo se articulan las necesidades de organización territorial y social en tiempos y espacios distintos. Es una especie de ejercicio de ventriloquia que hace a los edificios hablar de sus contingencias particulares, bajo un paño de fondo convulso en el cual, el gestor cultural, se compromete o choca con un bien social. De la experiencia más íntima -que es básicamente la de habitar– a la más colosal -la de la reordenación del territorio y las intrincadas venas de circulación e integración paisajística- la arquitectura es una de las áreas más complejas en la construcción de un ideal de sociabilidad. Por lo tanto, esta Sinfonia do Desconhecido se presenta como indagación ontológica del devenir contemporáneo, de visiones de futuro de un pasado reciente. El arco tenso que se establece entre estos tiempos discordantes se acaba convirtiendo en una reflexión sobre los modos de uso político de aquello que designamos como patrimonio: compárense, por ejemplo, el caso Barbican (protegido como tal por el Estado) o la incertidumbre presente en el caso de la obra de Bofill, al borde de una demolición continuamente debatida.
En la escala de las tipologías arquitectónicas habitacionales o, más exactamente, funcionales de la arquitectura moderna, una de las más singulares es la del bunker. Su estructura sólida, de una solidez literalmente cimentada a partir de una idea de indestructibilidad, ha permitido que aún hoy se perpetúen en algunas partes de Europa con una altivez paradójicamente romántica. Recordatorios de cicatrices que todavía persisten en un territorio a pesar de todo perdido en un limbo de anestesiante falta de memoria histórica, acaban por funcionar como monumentos involuntarios de una capacidad técnica específica, asociada a una página negra en la historia de la humanidad. Su presencia diseminada por historias y mitos urbanos aún se hace sentir con fuerza en el mundo contemporáneo (desde los bunkers presidenciales a los bunkers privados y corporativos) y de este modo no deja de ser sintomático que una artista como Ella Litwitz (Haifa, 1982) utilice esta metáfora para pensar escultóricamente sobre cuestiones asociadas a datos biográficos dentro de un contexto geopolítico más amplio. Nacida en Israel, actualmente residiendo en Berlín, la artista recurre a la metáfora del bunker, al vacío de su uso actual -aunque en ciertos casos, como los que ella trata, sufriendo intentos de reconversión funcional- para convertir este espacio de memoria en espacio de tensión para la reflexión sobre la condición política contemporánea. En otro apartado de trabajos, el interminable conflicto palestino-israelí, aunque basado en datos biográficos, asume una fría dimensión documental, aislando elementos que resultan en una eficaz estrategia de pars pro toto: más que la exaltación del momento decisivo, aquí se reconstituye el pasado con deliberación interpretativa a partir de una dimensión taxonómica. Parainvestigación científica en nombre del rescate mnemónico de las micropolíticas individuales como instigadores de racionalizaciones críticas sobre el presente. El espacio de exposición, tanto museográfico institucional como el independiente, han sufrido muchas cambios ideológicos agudos en las últimas décadas, siendo interesante entender como, más allá de lo que convencionalmente se ha designado como crítica institucional, muchos artistas siguen buscando porosidades en esas definiciones más o menos estables. Tanto Guillermo Paneque (Sevilla, 1963), como Carlos Valverde (Cáceres, 1987) reflexionan sobre los modos de uso, las particularidades del factor de exhibición como producción cultural y la arquitectura comportamental de la recepción.
La primera se refiere a un extraño cruce entre la realidad de la venta ambulante de subsistencia en Manila y el espacio de exposición, mediante el paso de un vendedor con su takatak, una simple caja de madera portátil para vender cigarrillos o golosinas. En la mitificación poética de su historia, basada en una leyenda reconvertida en metáfora del paso de un simple artefacto a elemento de capacidades mágicas, el artista nos conduce a través de una narrativa en la que los paralelos con las mistificaciones en torno al uso/valor del arte contemporáneo resuenan con particular insistencia.
Carlos Valverde remite a la simbología espacial clásica, con su estructurada separación de funcionalidades y usuarios, para crear una alegoría del espacio de exposición como condicionante de convenciones sociales, estéticas y perceptivas. En ese contexto, estudia las posibilidades de un “laboratorio fenomenológico de lo espacial”, en una estructura titulada Adyton (en el Antiguo Egipto, lugar reservado a una deidad y solamente accesible al sacerdote), en el cual, a través de convocatorias específicas, condiciona el modo en cómo este es percibido y vivido, tanto por intervenciones plásticas como a través de códigos de sociabilización preestablecidos.
Es, pues, entre los límites de lo intangible narrativo y poético, por un lado, y la proposición materializada del espacio como obra en abierto, que estos dos artistas subrayan la necesidad del arte de establecer como viaje hermenéutico de lo real vivido entre el pensamiento y la percepción, entre la imagen elíptica y los intervalos hápticos de un espacio mutante.
Constructor de relatos de ficcionados, organizador de eventos diligentemente planificados, entre estos y muchos otros roles, el artista asume el papel de elemento disruptivo de lo real, exactamente para cuestionarlo y así expandir su tesitura. Porque el arte, repítase esta recurrente aserción, se demarca positivamente de otras áreas del saber productivo o especulativo, en la medida en que puede plantear mejor las preguntas, en vez de responderlas.
En los estados fluctuantes e híbridos de los últimos desarrollos más recientes del devenir artístico encontramos autores que se vinculan más estrechamente a las disciplinas más tradicionales, explorando, sin embargo, reconfiguraciones significantes a partir de procesos individuales de búsqueda, soluciones conceptuales y materiales que añaden entradas al amplio léxico de esas mismas disciplinas. Clara Montoya (Madrid, 1974) es eso mismo: una investigadora compulsiva, le agrada la idea de trabajar indistintamente con materiales de tradición secular como con nuevas tecnologías, a veces integrando unos y otros. Sus esculturas pueden asumir una dimensión abrumadora y amenazante en relación con el espectador, o acercarse a fenómenos microperceptivos que exigen especial atención al detalle y a la miniaturización y sutileza de gestos casi invisibles. Este tránsito de escala y de medios formadores de materia construida constituye uno de los aspectos más sorprendentes de su trayectoria creativa.
La idea de un proceso de trabajo abierto mediante series que se van perpetuando en cronologías paralelas es fundamental en la obra de Rodríguez- Méndez (As Neves, Pontevedra, 1968). Entre una fijación en la biografía vivida en sus orígenes y el contexto urbano en el que reside, este artista se posiciona mediante un enfoque singular, donde la memoria y la perseverancia repetitiva ganan densidad ontológica y conceptual. En una serie de trabajos que no permiten la siempre deseada conclusión sosegada para el espectador y para sí mismo, en la serie Sin título, por ejemplo, el artista le pide a su madre que confeccione cada mes unos pantalones y una camisa con las dimensiones de su padre, que son enviados luego a Madrid en un paquete que él nunca abre. La ausencia de pruebas de las supuestas alteraciones físicas constituye un elemento perturbante en el modo como la proximidad afectiva se torna en angustiosa revelación aplazada. Por otro lado, en trabajos paralelos, la informalidad de un devenir/acontecimiento tanto puede asumir la dimensión de autoposicionamiento en las zanjas de la calle resultantes de una obra pública, como el registro casuístico de cosas tan simples como palillos recogidos en un bar cerca de la casa del artista que flotan en el agua. Acciones diferidas, acciones insignificantes que hacen referencia a la idea de un archivo de funcionalidad previa erigida en irracionalidad semántica. Observar, dejar que el tiempo discurra como matriz de un día a día, que se construye a partir de circularidades que portan en sí una idea de transitoriedad alienante. El artista como testigo de un proceso iniciado. El artista como manipulador de un tiempo recreado. El arte como estructura mental encarnada en nuestra permanente aprensión vital ante la muerte. Ganar tiempo al tiempo.