El siempre insólito solana
María José Salazar
No resulta fácil analizar el perfíl de un artista como dibujante, intentando abstraerse del resto de su producción, máxime cuando esta parcela de su creación ha sido históricamente poco estudiada, poco valorada y, en definitiva, poco conocida.
El dibujo, valorado siempre como un simple vehículo para la creación de obras consideradas «mayores», refleja en mi opinión, mejor que cualquier otra forma de expresión, la impronta, la personalidad, el gesto y la versión más fresca del modo de hacer, ya se trate de un boceto o de una obra definitiva.
Más complejo resulta aún si trata de un artista como Solana, de marcada personalidad, gran pintor, magnífico grabador y excelente escritor, a la altura sin duda de los grandes literatos de su tiempo.
Solana es un artista solitario, que reproduce los mismos temas presentes en la obra de sus coetáneos: tauromaquias, bailes, procesiones, prostíbulos, fiestas populares, y lo hace desde una perspectiva personal, incidiendo en personajes de gran contenido social: emigrantes, indianos, toreros, prostitutas, siempre de forma veraz, transmitiendo la única visión de España que reconoce, la sociedad de ese momento.
La experiencia literaria de Solana corre en paralelo con su experiencia plástica. El Solana escritor está en sus dibujos y el Solana dibujante en sus escritos, en ambos casos con un denominador común: el negro, color puntero en su paleta, en su escritura y posiblemente en su ánimo.
En sus escritos, transcribe las anotaciones que fielmente recoge en los viajes que realiza a través del territorio español, páginas que, en definitiva, son meros dibujos de la realidad que observa, a la que no enjuicia ni valora.
Camilo José Cela consideró siempre que Solana era tan buen pintor como escritor, por lo que dedicó su discurso de entrada a la Real Academia de la Lengua Española, en 1957, a La obra literaria del pintor Solana, publicando posteriormente en la editorial Alfaguara el conjunto de todos sus escritos.
El mismo compromiso en el rescate y valoración de la obra literaria de Solana pone hoy en día el escritor Andrés Trapiello, que ha publicado, a través de ediciones La Veleta, una serie de textos inéditos del artista: España negra I, España negra II, y Cuadernos de París, este último con las notas tomadas durante los años de exilio, en los que residió en el Colegio de España de la Cité Internationale de París.
Para el autor, «los libros de Solana son un correlato perfecto de sus pinturas», y su interés radica esencialmente en el hecho de que «Solana escribía por lo mismo que pintaba, pintaba de la misma manera que escribía, ni mejor ni peor, y escribía ni mejor ni peor que pintaba».1
Con una personalidad inconfundible, Solana desarrolló su carrera en pleno devenir de las vanguardias españolas, de las que participó en cierta medida, recibiendo paradójicamente la consideración y el reconocimiento de los artistas que las integraron, para quienes Solana era, sin embargo, una figura aislada, singular, incalificable por su honda relación con la tradición pictórica española.
Dotado de un carácter singular, por no decir insólito, es un artista realmente excepcional y único en el contexto en el que desarrolló su actividad y en definitiva en la historia del arte de nuestro país, y esto, que puede parecer una obviedad, es ciertamente la clave para la comprensión de su importancia en la pintura española del siglo XX.
Perteneció por época a la Generación del 98, pero carece del sentido crítico con el que este grupo impregna su trabajo. Por otra parte, pese a coexistir plenamente con el desarrollo de la vanguardia, su obra no presenta renovación formal alguna, su estilo figurativo se aleja de la tradición pictórica española por su naturalismo, próximo al realismo, y aunque tampoco es nítidamente expresionista, en numerosas ocasiones se le compara con los creadores de este movimiento artístico europeo.
Quizás por ello, existen valoraciones contradictorias y cierta controversia sobre su obra plástica, ya se trate de pintura o de dibujo. Mientras para unos es el espejo de su tiempo, para otros, su obra es ajena a la sociedad en la que vive. Pero quizás es precisamente en esta dicotomía donde radica su atractivo y originalidad, que a nadie dejan indiferente.
La gran mayoría de los estudiosos de su obra coinciden tan solo en un nexo común, la tradición pictórica española. Gerardo Diego ve en su obra la influencia de los anónimos castellanos; Jorge Larco, de Goya y Brueghel; Charenol la entronca con Morales, el Greco y Valdés Leal; Gómez de la Serna, con el Greco. Marta Davisson la relaciona con Velázquez y Goya y Bernardino de Pantorba ve incluso la influencia de Rembrandt, mientras que Luis Alonso centra su ascendiente en Brueghel.
Existe unanimidad en que Solana recibe influencias de los clásicos y especialmente de los clásicos españoles en su obra, lo que se puede rastrear, nítidamente, en su formación, como el propio artista asevera. Para él, la Escuela Española era la mejor del mundo. En su única declaración pública manifestó que «el Greco, Velázquez y Goya constituyen para mí la primera triada insoslayable capitolina. En Velázquez, su sabiduría forma la base de toda la pintura española. En el Greco, la psicología de una época está emocionalmente traducida [...] en Goya están todas nuestras virtudes y todos nuestros pecados, nuestras características "improvisaciones" y nuestros grandes fracasos. Es el polemista de la pintura».2
Efectivamente, a Solana le apasiona Goya, pero en su trabajo se percibe una intencionalidad distinta de la del maestro. Solana dibuja lo que ve y como lo ve, como testigo directo, nunca juzga, nunca da su opinión, a diferencia de Goya. Solana contempla, mira y traslada. Goya contempla, enjuicia y traslada, con carga crítica. Su actitud y comprensión hacia la sociedad en la que viven es totalmente opuesta. Lo que a Solana le interesa especialmente de Goya es su temática, su modo de expresión, incluso su paleta.
De Velázquez admira profundamente su técnica: «Es el mejor pintor en la primera época», su realismo, su verismo inquietante, que, traducido a su propio lenguaje, él mismo pretende en sus obras. Pueden rastrearse en sus trabajos resonancias formales y técnicas que el propio Solana interpreta a su manera: «Sus obras son mandatos técnicos».3
Y podemos considerar al Greco, en un plano distinto, como su tercer referente: «Demuestra cerebralmente cómo lo físico puede solo ser el pretexto para exponer lo intangible de cualquier sentimiento pictórico». Interesante comentario de un pintor al que se presenta, en muchas ocasiones, como un personaje banal y simple.4
Y es que, en torno a la personalidad de Solana, hay un exceso de opiniones y estudios que realmente añaden poco al análisis de su obra. Fue un personaje ciertamente atípico en el plano personal y artístico. Sus silencios y sus respuestas, la multitud de anécdotas que pueblan su vida, ofrecen la imagen de una persona nada convencional.
Se ha querido buscar la raíz de esta insólita individualidad en su entorno familiar, en el que hubo varias personas con las facultades mentales deterioradas, como su madre o su hermano Luis. Estos antecedentes y los trágicos sucesos de su infancia marcaron sin duda una cierta impronta en su carácter. Su propio núcleo familiar, cerrado, en el que recibió la constante protección de su padre y posteriormente de su hermano Manuel, debió de influir también en su personalidad.
Sánchez Camargo, en el prólogo de su biografía, pretende aclarar esta cuestión: «Solana no es un monstruo cuyas anécdotas –la mitad de ellas falsas– sirven para que sus enemigos, pintores y espectadores, arremetan contra él; es algo más importante: un espíritu que siente un afán de perfección y cuyo camino aparecerá más o menos amable, pero que es en todo momento íntegro, sincero, igual y noble».5
Es verdad que su vida transcurre por cauces nada habituales: la convivencia con una madre trastornada, recluida en una habitación al fondo de la casa; su propia vivienda, abigarrada de muebles isabelinos y con los más variopintos objetos, adquiridos en el Rastro o heredados de su padre: conchas marinas, minerales, libros antiguos, imágenes de santos, relojes, cajas de música y otros objetos singulares, como el espejo de la muerte o la muñeca autómata, vestida de bailarina, que se movía por la casa.
Alfredo Velarde, tras la visita a su domicilio en 1934, describe este particular: «Vitrinas, polvo, libros; ambiente dislocado y romántico», a lo que añade: «La casa está llena de diálogos, de los cánticos y discusiones de los hermanos».6
Esta atmósfera tan singular tiene su influencia en la visión personal que otorga a todo lo que contempla y traslada a sus escritos y a su obra plástica. Visión parcial de una parte de la sociedad española, la que a él le interesa. Su mundo tan peculiar, que ha sido denominado «solanesco», refleja solo una parte de la España real, pero no la España plural de su tiempo.
No podemos olvidar, por último, la influencia que sobre su obra tuvieron sus numerosos viajes a los más recónditos pueblos de España, a los que siempre viajó solo, en vagones de tercera clase, llevando consigo un hatillo con comida y hospedándose en humildes posadas o casas de huéspedes.
Llegados a este punto, conviene analizar específicamente y de forma pormenorizada la faceta de Solana como dibujante, un importante legado de obras sobre papel cuyas características iremos desgranando.
Todos sus dibujos están concebidos como creaciones definitivas, no como meras obras preparatorias o bocetos, aunque algunos de ellos sirvieran de base o inspiración para pinturas o grabados.
Podemos definir dos características comunes, el tratamiento en plano de igualdad de objetos y personas y la preferencia por los mismos ambientes costumbristas y las clases marginales de la sociedad, que representa en entornos diferentes.
Son imágenes recurrentes, de tal modo que toda su producción puede agruparse en una serie de temas que abordamos de forma conjunta, y a modo de resumen, en los variados escenarios que ofrece, unificados por los protagonistas, la sociedad marginal: escenas de carnaval y máscaras, escenas con mujeres, escenas de un mundo marginal, escenas de tauromaquia, escenas de religión y muerte, y finalmente su faceta de retratista, sin obviar su propio escenario clásico de formación.
Se presentan en primer lugar aquellos trabajos, inéditos hasta este momento, que realiza en sus años de formación bien junto a su tío José Díaz de Palma y posteriormente con su primo, José Díaz Gutiérrez y que podrían abordarse como su escenario clásico de formación, que viene a desmentir su escasez de formación con estudios de ropajes y de copias de obras de los grandes maestros. Son dibujos aún inciertos, impersonales, pero dotados de gran fuerza e incluso belleza. Escenario realmente aislado y solitario.
Contrariamente, la colectividad, que presenta cohesionada en escenas temáticas, permite vislumbrar su variada e insólita iconografía y justipreciar de modo palpable las excepcionales cualidades de Solana como dibujante, especialmente en el uso y dominio de la línea fracturada, con la que potencia las imágenes a la vez que las delimita, envolviéndolas y dejando en la figura la huella patente de su sentir y pensar.
El grupo de escenas de carnaval y máscaras es uno de los más conocidos y celebrados de Solana. A tenor de las innumerables veces que aborda el carnaval, se puede pensar que es también el tema predilecto del artista, quizás porque en ello hay mucho de autobiográfico. En ocasiones, parece como si Solana quisiera ponerse una máscara ante la sociedad que le rodea y protegerse con ello de un mundo para él hostil, que no le comprende.
Unas veces representa personajes de forma individual, como en otras dibuja varias figuras en diferentes actitudes, pero siempre cubiertas de máscaras grotescas o irónicas y en una misma aptitud, como si estuvieran posando ante una cámara. En torno a 1933, tras un viaje por el sur de España, introduce la representación musical que la fiesta ofrece con sus fanfarrias.
La concepción de la condición femenina que tenía Solana queda al descubierto en sus diversas escenas con mujeres. Al igual que en sus escritos, las representa sin atractivo, carentes de belleza, entradas en años, figuras femeninas que contempló, y con las que incluso convivió, en diversas casas de alterne de la calle del Arrabal en Santander y la calle de Ceres en Madrid, donde se encontraban gran parte de los prostíbulos que visitaba con asiduidad.
Las coristas, las chicas de Claudia, las chulas, las chicas de la calle del Arrabal, aparecen de forma constante en sus dibujos. Siente Solana por ellas una extraña admiración, valorando su estoicismo ante la vida, su silencio y su abnegación: «Y luego, lo sufridas que son y lo valientes para las cosas y las adversidades [...] Son la cosa más sufrida que hay».7
Este estereotipo de mujer, carente de atractivo, es común en su iconografía, incluso paradójicamente, cuando la utiliza como símbolo de la lujuria en sus trabajos para la pintura El fin del mundo. En aquellos dibujos en los que la mujer aparece ejerciendo la profesión de peluquera, como La peinadora, representa la misma figura sin gracia, carente de juventud y belleza, absorta en su mundo, conforme con su vida, envuelta en una atmósfera de silencio y quietud.
El artista, que permaneció soltero toda su vida, tuvo muy escasos amoríos. La convivencia con su madre trastornada y su complejo carácter le llevaron, sin duda, a concebir esta personal visión de la mujer, que ha inducido a críticos e incluso a psiquiatras a realizar profundos estudios sobre su personalidad y a trazar un determinado perfil psicológico del artista.
En las escenas de un mundo marginal contemplamos personajes de bajo estamento social, pero curiosamente dotados de una gran dignidad. Tanto en sus escritos como en sus dibujos, centra su atención en los mendigos, los pobres, los chulos, y en las diversas profesiones que contempla en sus recorridos por las zonas periféricas de Madrid: barrios de Tetuán, Prosperidad o Ventas.
Sus personajes emergen con sufridos rostros, conformes con su destino y serenos. Los representa en su propio entorno, rodeados de todo aquello que les identifica en su miseria, como queriendo hacer una llamada a la conciencia de las gentes que los contemplan ajenas a su situación y ejerciendo las más variadas profesiones, unidas por su condición marginal.
Prefiere la representación del escenario a la de los propios protagonistas, a los que dibuja rodeados de los elementos que identifican su trabajo. No se detiene en el personaje. Solo puntualmente, como en el caso del payaso o del ciego de los romances, dibuja la figura aislada, vestida con su ropaje, para una inmediata identificación.
Y aunque en ocasiones las profesiones representadas se extienden por la toda la ciudad, siempre dibuja la misma atmósfera sórdida y melancólica.
Las escenas de tauromaquia presentan, tanto en sus dibujos como en sus escritos, una cierta incongruencia, que refleja sin duda el ambiguo pensamiento de Solana, que se debate entre un sentimiento de profunda admiración por la simbología de la propia lidia y el rechazo que le produce su dureza y crueldad.
La fiesta le horroriza y a la vez le fascina, una dualidad que desaparece al representar la figura del torero, por quien siente un gran respeto por su constante enfrentamiento con la muerte. Hay en ello, sin duda, mucho de autobiográfico, ya que Solana quiso ser torero, llegando incluso a vestirse de luces.
Cara y cruz de la fiesta, que dibuja en escasas tauromaquias y todas ellas carentes de dramatismo, como si solo le interesara la plástica que le proporciona el tema, recreándose por ello en ocasiones, en el entorno más cercano, de ahí que podamos incluir los escasos paisajes que trazo como parte de este escenario, en el que en ocasiones la naturaleza toma carta de identidad.
Podríamos concluir los diferentes planteamientos temáticos con las escenas de religión y muerte, melancólicas y pesimistas, en las que hace patente su excentricidad, que claramente expresa en los ex libris, con la muerte representada por esqueletos. Intensidad y dramatismo en las dos figuras contrapuestas.
Solana se interesa especialmente por las procesiones, en las que constatamos su nula emoción religiosa, sintiéndose atraído únicamente por los aspectos más anecdóticos y esotéricos de la religión.
Forman parte de estas procesiones las gentes del pueblo llano, figuras de difícil identificación y rostros duros, desprovistos de sentimiento religioso, que asisten impávidos al espectáculo, portando unos cirios que alumbran la escena ensombrecida por la misma luz natural.
Son unos magníficos dibujos de composición barroca, llenos de personajes diversos: Son todos personajes acartonados, ausentes, que pueblan una iconografía que podemos considerar muy solanesca, si bien es cierto que el tema fue tratado igualmente por otros artistas de su generación.
Cerramos este breve recorrido deteniéndonos en personajes solitarios que nos muestran su faceta de retratista, que se manifiesta en algunos dibujos ciertamente memorables: José Cabrero), o Florencio Cornejo, el Mudo. Siempre hay en sus rostros rigidez y hasta un cierto estoicismo, que sin duda les resta belleza. En algunos se sirve del color, acercándose con ello a la pintura, y son más elaborados, mientras que en otros se trata solo de un apunte rápido, como en el caso de las cabezas de Gómez de la Serna o de Francisco Vega. Solitarios, sin idealizar, tal y como los contempla.
En todos los dibujos, el trazo, potente y directo, de cierto grosor, le permite potenciar la imagen mediante formas cerradas de gran contenido expresivo, que en muchos casos exalta con el color, sin caer en el naturalismo. Es el mismo método de trabajo que apreciamos en sus pinturas, al «dibujar» con óleo y con un trazo firme y seguro, lo que les confiere una gran expresividad, a la vez que limita el movimiento.
Siempre representa a sus personajes atrapados en el tiempo, solitarios e inmóviles; paraliza la acción en el mismo acto de ejecutar el trabajo.
Y aunque domina el carbón y el grafito, es quizás con el pastel y la acuarela, más cercanos a la pintura, con lo que logra sus mejores trabajos, especialmente con el uso de los claroscuros.
Existen grandes diferencias en la composición de sus dibujos. Algunos son de trazo rápido y de figuras aisladas, otros son composiciones complejas, incluso barrocas.
Como hemos venido repitiendo, Solana retoma frecuentemente un mismo tema. La semejanza de las obras llega a crear la confusa impresión de que se trata de copias o incluso de calcos. El estudio de los originales, en estos casos, nos permite deducir que se trata de obras diferentes, pero existen tales coincidencias, que cuesta en ocasiones distinguir un ejemplar de otro.
Las imágenes duplicadas son en ocasiones, técnicamente diferentes; unas veces dibujadas al carbón o al grafito, otras con pastel o acuarela, en algunos casos, estampadas y en otros, llevadas al lienzo. Ello provoca, en realidad, grandes diferencias en las distintas versiones, pero su iconografía permanece intacta. Es un simple método de trabajo que la memoria prodigiosa de Solana posibilita.
Su proceso creador se inicia trazando figuras con grafito, de forma rápida, para trabajarlas posteriormente con tinta china, corrigiendo, en muchos casos, los trazos anteriores.
Capítulo aparte, por su especificidad y técnica, merecen los trabajos que realizó durante su estancia en Francia, especialmente los bocetos que ejecuta junto a sus escritos, publicados en parte en los Cuadernos de París. Aunque no son dibujos con entidad propia, sí son parte de su proceso creador, que sirve de base para su inspiración.
Todo parece inamovible en Solana. Conceptualmente no podemos establecer evolución alguna. Su visión del mundo, ese mundo solanesco, está ahí desde sus primeros dibujos y perdurará hasta su muerte. Nada altera su visión ni en su periodo de formación, ni en su madurez, ni siquiera en los momentos cumbres de su producción y, por supuesto, tampoco en sus últimos trabajos.
Durante cincuenta años no altera su iconografía ni su modo de hacer: el dominio del trazo, la línea quebrada, la perspectiva bidimensional que utiliza para presentar escenas o personajes, frontalmente al espectador, y la construcción formal con planos muy equilibrados. Tampoco se ve alterado con el paso de los años el tratamiento de la luz, el juego de luces y sombras, quizás debido a que, aunque Solana tomaba apuntes y notas del natural, dibujaba en el interior de su casa, con luz artificial, lo que proporciona a su producción un tono sombrío.
Lo mismo podemos decir de su estética, que no varía con el trascurrir del tiempo y que gira en torno a un cierto naturalismo cercano al realismo. Quizás este inmovilismo es la clave de su inalterable personalidad.
El hecho de que exista mucha más literatura sobre la obra pictórica de Solana, sobre sus escritos e incluso sobre su personalidad desde el punto de vista médico o psicológico, no resta valor a su obra sobre papel, máxime cuando, para el artista, tenía el mismo valor que la pintura, como lo demuestra el hecho de que la presentara en importantes muestras.
Quedémonos, finalmente, con la imagen de un personaje atípico, sorprendentemente original y excepcional dibujante, que esboza sobre cuartillas sueltas que siempre lleva en los bolsillos y que utiliza «un lápiz que chupa antes de dibujar». 8
- 1- Andrés Trapiello, “La luz sin problemas” (Solana escritor)”, en José Gutiérrez Solana (cat. exp. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia), Madrid, Turner,2004,pag.226
- 2- Manuel Sánchez Camargo, Solana Vida y Pintura, Madrid, Taurus, 1962, pag.276 (declaraciones de José Gutiérrez Solana a Radio Nacional de España).
- 3- Ibidem, pag.275 (declaraciones de José Gutiérrez Solana a Radio Nacional de España).
- 4- Ibidem, pag.275 (declaraciones de José Gutiérrez Solana a Radio Nacional de España).
- 5- Manuel Sánchez Camargo, Solana. Vida y pintura, cit., pág. 13
- 6- Alfredo Velarde, Vida y estampas de José Gutiérrez Solana, conferencia pronunciada en el Ateneo de Santander, el 25 de agosto de 1934 (Diario, 26 de agosto de 1934,pag.14)
- 7- Manuel Sánchez Camargo, Solana. Vida y pintura, cit., pág. 267.
- 8- Manuel Sánchez Camargo, Solana. Vida y pintura, cit., pág. 114
María José Salazar