Jill Cook
EL IMPACTO DE LO ANTIGUO
«Papá, mira, toros pintados». Con estas palabras, una niña de doce años, María Sanz de Sautuola —que posteriormente sería de Botín—, llamó la atención de su padre, absorto en el suelo de la cueva de Altamira donde esperaba encontrar herramientas líticas y huesos de animales abandonados por los habitantes de la cueva, que ahora sabemos ocupaban este emplazamiento hace unos veinte mil años.
Lo que Marcelino vio en 1879, y posteriormente publicó, fue una revelación para la historia del arte y la humanidad, pero el proceso de aceptación fue lento. La mayoría de los arqueólogos de entonces consideraron que las imágenes descubiertas eran falsas y las rechazaron. Las pinturas parecían modernas, y se juzgaron erróneamente como obras recientes, similares a las realizadas por los impresionistas de la época, con cortas pinceladas de color y gradaciones tonales difuminadas. Tal modernidad no encajaba con un concepto de la evolución humana que suponía que los pueblos que vivían como cazadores-recolectores, sin escribir ni realizar obras de arquitectura, eran incapaces de percibir y transformar su mundo a través de imágenes. Situar la cultura occidental moderna en la cima del árbol evolutivo hizo que la teoría de la evolución resultara más aceptable y perturbara en menor medida las actitudes establecidas en materia de cultura. El saber del siglo XVIII y principios del XIX había establecido la escultura y la arquitectura de las antiguas Grecia y Roma como el comienzo del arte en el mundo civilizado. Las obras de otros pueblos «primitivos» se consideraban como una curiosidad, pero no como arte y, por supuesto, no estaban a la altura de la mirada refinada. Así, por lo general, pese a la eventual aceptación de Altamira en el año 1902, del arte rupestre y de esculturas y pinturas mucho más antiguas, esta historia del arte se ha mantenido como la versión oficial. Ha llegado el momento de que cuestionemos esta versión a la luz de nuevas interpretaciones de la historia evolutiva.
La visión de la Ilustración acerca del arte y de la estética todavía encaja con los conceptos de la cultura occidental de más de dos mil quinientos años, se trata de un modelo concebido desde un conocimiento y una comprensión del pasado y de otras sociedades que no son validos. Dicha visión da por sentado que la gente —del pasado y del presente— que no escribe, ni cultiva la tierra, ni construye edificaciones de piedra son incapaces de realizar lo que denominamos «arte», porque tanto estos individuos como sus sociedades son menos evolucionados. Si bien ahora sabemos que estas personas eran totalmente modernas, con cerebros como los nuestros. Pero muchos antropólogos y arqueólogos siguen considerando sus imágenes y representaciones como objetos puramente funcionales, utilizados en rituales o ceremonias, que no deberían apreciarse estéticamente por responder a un propósito sociológico. Se argumenta que tales objetos no deberían denominarse «arte» porque no se elaboran ni exhiben en vitrinas, museos ni galerías atendiendo simplemente a un concepto intelectual de estética. Este punto de vista es chauvinista, dado que lo que denominamos «arte» en nuestra cultura también responde a funciones sociológicas. De un modo similar, la sociedad y las necesidades sociales son las que permiten y posibilitan el desarrollo del talento creativo de ciertos individuos.
En realidad, nuevas interpretaciones de los hallazgos arqueológicos sugieren que la capacidad de crear arte fue crucial en la evolución humana, pues este va más allá de las palabras a la hora de revelar conceptos que aúnan a las personas, proporcionándoles cohesión, colaboración y estabilidad. A menudo, el arte sirve a las religiones, a la política, al poder, a las revoluciones, a la riqueza y a la propaganda, además de reflejar el estatus social y la condición humana a lo largo del tiempo. Siempre incluye funciones sociológicas y, al igual que en un pasado remoto y en las sociedades no occidentales, no se circunscribe únicamente a residencias nobles ni a instituciones, sino que se ha democratizado y se reconoce el papel que desempeña en los espacios públicos y en los medios de comunicación. Sin embargo, parece que todavía pasamos por alto la creatividad más antigua y no europea porque no solemos mirarnos a nosotros mismos del modo en el que los antropólogos miramos a los demás. Impulsados por la agitación social, las guerras, las revoluciones, así como por una nueva manera de comprender las emociones, la sexualidad y el inconsciente a raíz de la psicología y la psiquiatría, los movimientos artísticos del siglo XX rompieron con las tradiciones históricas. Los artistas buscaron nuevos lenguajes artísticos para expresar la realidad, el subconsciente, nuestras relaciones con los demás y nuestro lugar en el mundo. Ello dio lugar a nuevas formas y visiones del arte que con frecuencia se alejan de los enfoques tradicionales e históricamente aceptados, convirtiéndose en expresiones más autorreflexivas y primigenias de la conciencia.
Las afinidades que observamos entre algunas imágenes del siglo XX y las de finales de la última Edad de Hielo no guardan relación con una influencia o continuidad, sino, tal vez, con inseguridades, sentimientos e intuiciones que encuentran su expresión en formas abstractas o poco naturalistas. Las similitudes en los conceptos y técnicas de expresión se producen por el hecho de que las mentes que les han dado cuerpo han sido articuladas por el mismo cerebro complejo y moderno que ha ido evolucionando lentamente a lo largo de más de dos millones de años. Desde la época de las más antiguas herramientas líticas, la necesidad sociológica de comunicar y de mostrar ideas en formas externas creando objetos que no solo funcionen, sino que, además, resulten atractivos, ha sido fundamental para el éxito y un factor selectivo en nuestra evolución. En este sentido, el desafío de Duchamp, que aseguraba que el arte es lo que decimos que es, con independencia de que incorpore aptitudes normalmente muy valoradas —como la capacidad de dibujar y las destrezas manuales— es redundante. Al margen de que podamos identificarnos y relacionarnos exactamente con su contexto social y cultural, lo que reconocemos en la convicción, pasión e intensidad de una creación es lo que significa ser humano en un momento dado. El hecho de mostrar obras de arte mobiliar, realizadas entre 22.000 y 12.000 años atrás, en un entorno expositivo junto a obras modernas nos permite apreciar esto.
El arte en los tiempos de Altamira no es una exposición arqueológica. Aunque las obras expuestas fueron descubiertas en excavaciones, no se muestran del modo habitual, como fragmentos de pruebas halladas entre herramientas líticas, restos de animales que servían de alimento y planos de zonas destinadas a vivienda y empleados para construir una forma de vida extinta. Esta es la función que desempeñan admirablemente los museos arqueológicos, como la excelente presentación llevada a cabo por el propio centro museístico de Altamira. El propósito de esta exposición es demostrar que las ideas y técnicas del arte figurativo y decorativo siguen siendo las mismas y que en los últimos diez mil años de la última Edad de Hielo existía un concepto de la estética con el que, en tanto que humanos modernos con el mismo cerebro, todavía nos podemos relacionar.
Deseo manifestar mi más profundo agradecimiento a Paloma Botín, patrono de la Fundación Botín, y a Neil MacGregor, director del Museo Británico, por el apoyo prestado durante la preparación de esta exposición. Muchas otras personas también han contribuido a su realización, como Begoña Guerrica- Echevarría y Amaia Barredo Vales, de la Fundación Botín, a las que deseo agradecer en particular su inmensa y constante paciencia; los diseñadores Fernando y Fernando Riancho de Tres Diseño Gráfico, y el Dr. Roberto Ontañón, que prestó asesoramiento sobre el material de Cantabria. Asimismo deseo expresar mi gratitud a Rosalind Winton, Julia Howard y Marianne Eve, que desde Londres se encargaron de gestionar la colaboración y organizar los préstamos, así como al ilustrador Stephen Crummy, que preparó las ilustraciones en forma de dibujos.
i B. Madariaga de la Campa, Sanz de Sautuola y el Descubrimiento de Altamira, Santander, 2000.